jueves, 8 de marzo de 2012

Despertares. Para mis "guerrer@s de la Luz"



A las 5:50 sonaba el despertador, él mecánicamente lo detenía. A partir de aquí sus mañanas cantaban la misma letanía que concluía en  la puerta de su casa para ir de camino al trabajo.

Daba dos vueltas a la llave  y sacándola, cual cirujano manejando un bisturí,  la colocaba con la sierra hacia abajo, dentro de la tapeta superior del bolsillo izquierdo pequeño de su maletín, ese era su sitio y así debía colocarla.

Y es que así era él, maniáticamente meticuloso, pero esto tenía una razón de ser. Sabía que cuando salía del orden rutinario y preciso que se había impuesto,  la cabeza le jugaba malas  pasadas  y entonces cualquier cosa podía suceder. Olvidaría algo importante y debido a esto andaría de cabeza toda la mañana.

Conducía su vida así hasta tal punto,  que hasta su desorden guardaba un orden. Se quitaba el pijama para dormir y si no lo dejaba sobre la silla que estaba frente a su cama, a la mañana siguiente no lo encontraba  y esto le crispaba los nervios y le provocaba una gran inseguridad.


Esta gran verdad, era tan clara y meridiana para él, como que el agua es incolora. Así que para conducirse en su vida, él necesitaba agarrar las riendas de la improvisación bien cortas. Además hacía que se sintiera orgulloso ante los demás por su falta de despistes.

Llevar ese control implicaba un sobreesfuerzo agotador, pero lo asumía con una voluntad férrea.

No movía un pié sin saber antes la loseta en donde acabaría, así se sentía seguro, odiaba la improvisación, si debía hacer algo aunque esto fuera una nimiedad,  tenía que estudiar sus posibles consecuencias y planear las diferentes alternativas. Era el típico “Cuando tu vas, pues yo ya he ido y vuelto” sin más remedio, se sabía un prisionero de la rutina y el control.

Muy de tarde en tarde, recordaba a ese niño melancólico de su juventud, aquel que se tumbaba en la cama y oía música para llorar por el amor no declarado a Lucía. Ella nunca llegó a saber la verdad de sus sentimientos. Había sido un niño tan tímido que nunca fue capaz de hablar de sus sentimientos.


El amor lo había guardado en el ropero. Trabajaba tanto y hasta tan tarde que no tenía tiempo. Le resultaba muy incómodo tener que ponerse en venta. No sabía cómo. Y  ese era un terreno de arenas movedizas para el que nunca dejaba tiempo.

En su trabajo, se relacionaba con gente, todos ellos muy ocupados  y con mucha prisa, así que era perder el tiempo empañarse en encontrar el amor entre uno de ellos…. La vida loca, La vie en rose o  Dolce far niente, eso no entraba en sus cálculos  estos desparejados eran como él mismo.

Como el amor no llegaba. Avivaba de vez en cuando su amor del pasado, fugaz. Platónico, tan efímero que para que no le costara recordarlo él lo había  archivado en su memoria cómo algo extraordinario. Empaquetándolo lo colocó en un estante de su memoria dentro de una preciosa cajita a la que muy de vez en cuando se asomaba de puntillas para con mucho cuidado destapar y asomar su nariz como un niño pequeño y mirar dentro de ella.  “Lucía” y al pronunciar ese nombre su corazón daba un vuelco.

Pero esta mañana, la vida le daría una segunda oportunidad, estaba a punto de vivir una experiencia que le cambiaría la vida.

A partir de que el despertador sonaba era metódico, andaba medio sonámbulo a la cocina hasta que tomaba un café que le devolvía la energía suficiente para seguir adelante al cuarto de baño.


Acababa de salir de la ducha,  y notó el frío del suelo en sus pies mojados mientras a tientas alcanzaba su toalla para poder secarse la cara y sentir la suavidad del la mullida tela del algodón sobre su piel.

En la radio se oían las noticias de primera hora de la mañana.

Sacó los pies de la alfombra, y al pisar el charco de agua que había junto a él,  pensó que para variar, “Lola, la señora que limpiaba su piso” otra vez no había colocado bien las gomas de la mampara de la ducha. Estaba todo el suelo lleno de  salpicaduras, esta vez se había escapado mucha agua fuera.

Sostenía en la mano el secador de pelo cuando al enchufarlo un gran chispazo de luz y humo salieron de la clavija en donde lo había conectado, le siguió un latigazo en los dedos y la  sacudida del calambre en un instante recorrió todo su cuerpo hasta salir por sus pies. Acto seguido le flaquearon las piernas dándose un gran golpe con el lavabo y cayendo al suelo de bruces.

Allí tumbado en el suelo a oscuras, perdió la consciencia.

Al verse allí en aquel estado pensó que aquello no iba a terminar bien, bajo su  cabeza había un charco de sangre en el suelo, había ocurrido lo peor.

Nadie vendría a socorrerle, o sí,  recordó que hoy venía la señora Lola para limpiar el apartamento. Pero por extraño que pudiera parecer no estaba preocupado. Fue entonces cuando vio la luz, intensa y brillante que le atraía. Abandonando la preocupación de lo que había ocurrido sintió deseos de ir hacia ella, al seguirla por aquél túnel pudo darse cuenta que allí no estaba sólo, otros lo acompañaban. No le eran extraños, sentía su afecto, familiaridad y seguridad, como si los conociera.  Como él,  tampoco tenían  ya un cuerpo. Los sentía cerca, a su alrededor. Se dio cuenta que allí junto a él estaban sus seres queridos, algunos eran familiares todos ellos ya fallecidos, entonces pudo ver a su padre, le dijo que debía volver, que no podía seguir allí con ellos, aún no había llegado el momento para él y  tenía que regresar ya, volver a su cuerpo.

Esa mañana, Lola, había llegado a su casa como todas las mañanas, al llegar al piso le extrañó oír ruidos en el cuarto de baño, y se hizo notar llamándole: “Sr. Ernesto, ¿es usted?”, pero la puerta estaba entreabierta y le encontró allí tumbado. En un gritó de dolor repetía una y otra vez: “Qué desgracia señor, que desgracia”  y salió corriendo al teléfono para avisar a urgencias pidiendo ayuda.

Tenía que volver a su cuerpo, había llegado el momento, y lo supo también. Antes de regresar a su cuerpo, allí suspendido en el techo, vio como un equipo médico intentaba reanimar su cuerpo y como la señora Lola en un rincón no paraba de llorar. Nada más entrar sintió el dolor y la pesadez de su cuerpo.

Aquél mismo instante lo cambió todo, fue el punto de inflexión que marcó un antes y un después en su vida.

Una vida que ahora le daba una segunda oportunidad, él había sido uno de lo “pocos” que podía contar que había traspasado ese umbral  que cuando se cruza no tiene vuelta atrás, salvo esos “pocos” que regresaron, para el resto atravesar  el velo significa un no retorno, el abandonar el cuerpo que nos acompañó desde el nacimiento no tiene vuelta atrás, sin este traje sólo unos pocos de los que están aquí pueden vernos.

Estas y otras muchas lecciones más trajo aprendidas de allí.

Y la fortuna quiso que a su vuelta pudiera mantener lo vivido en sus recuerdos. Y me contó esta historia que ahora yo os cuento a vosotros.


Desde aquí, este aprendiz quiere dedicarla  con todo el cariño a “Mis Guerrer@s de la Luz” de los que recibo su fuerza.

3 comentarios:

  1. Menos mal que hay musas que no te van a permitir dejarnos con ganas de massssss!!! gracias, musas... ;)

    ResponderEliminar
  2. Tienes dos habilidades: la de relatar con pinceladas de pintor realista y la de tramar con facilidad historias que enganchan.
    Sigue regalandonos con tus historias que seguiremos leyendote con fruición.

    ResponderEliminar
  3. De donde sacará a esos personajes ?

    ResponderEliminar