“Hoy siento esta lejanía invisible de tu persona, me pregunto
si la sentirás tú,…no dejo de tener esa esperanza. Me atormenta la idea de que
ya no me quieras, de que quizá no me hayas querido, y es entonces cuando sale
de mí esa paloma valiente que aparece en cada uno de mis malos momentos, para
volar más arriba de la pena y llevarme a ese lugar en el que recobro la
esperanza. Aquí estoy otra vez, llorando por dentro tu pérdida ¡como si te
hubiera tenido alguna vez! Defendiéndome en la esperanza de que quizá alguna
vez si me quisieras, pero un mal viento te alejó, y la distancia hizo el resto.”
Fue el fuerte olor de la fruta madura que perfumaba el aire
con añeja decadencia, lo que la regresó del limbo de sus pensamientos. Ella
soñaba los amores lejanos en sus historias imposibles que luego tomaban vida en
el papel……
La suave brisa circulaba por entre las cajas de fresas,
uvas, sandías, melones, cítricos, hierbabuena,
menta, y especias…emanando el aroma que recorría las calles del mercado por
entre los puestos en formación de hileras.
Quizá fuera su intensidad, lo que la hizo recordar a su
abuela y los jazmines de su pequeño ramito prendido en el pelo. Aquellos
Jazmines, eran la única nota de color que ella se daba el permiso para usar desde
el día en que murió su marido. Doña Ana, mantuvo un luto riguroso hasta el
final de sus días. Y fue sólo en los últimos años de vida, en los que sus vestidos llevaban un discreto
estampado de lunarcitos blancos sobre su fondo negro.
Hasta ahora, y visto
tal vez desde la distancia y experiencia que le daba la edad, no había entendido
el por qué de aquella sobriedad….
Doña Ana, era el ser con más genio y reaños que ella había
conocido en su vida. Dedujo que quizá sería ése, el motivo por el que gustara
perfumarse con jazmín. Porque ella era así, intensa.
Recordó el rictus de gravedad de su boca y su mirada
escrutadora asomando por encima de sus gafas que hacía temblar, y adivinaba tus
pensamientos. Uno, no podía explicarse a simple vista, que aquella ancianita,
de pequeña estatura y rodete bajo blanco como la nieve, medias negras, ya fuera
invierno o verano, subida en aquellos zapatos de medio tacón, pudiera imponer
en todos sin proponérselo, esa mezcla de respeto y miedo a la vez.
Entonces, vino a su recuerdo el día que entró en el saloncito del
patio. Aquella habitación sólo se abría para las ocasiones en que llegaban las
visitas de cumplido, el resto de los días, estaba cerrada a cal y canto. Pero aquél
día en la casa, habían comenzado las labores de remozado de paredes, en sus patios
y azoteas, y el encalado se comenzó por el primer piso.
Su abuela, entró con prisas en el saloncito dejándose la
puerta abierta. Momento, en que aprovecharon su prima y ella, para colarse a escondidas.
Jugaron a ser las visitas de la abuela Ana, y como se
aburrían, decidieron rebuscar en el aparador sacando un juego de té que sólo se
usaba en contadas ocasiones. Rebuscaron
sus cajones, encontrando las cortinas de repuesto de las ventanas del sierro,
y se las echaron por encima como si llevaran capas de princesas.
Cuando la abuela entró y las vió, se llevó a las dos niñas
de una oreja hasta la cocina y las puso a pelar patatas hasta que las manos
casi les sangraron.
Así era Doña Ana, enérgica, directa… y aleccionadora. Las
niñas, nunca más volvieron a entrar allí sin su permiso.
Doña Ana, desde siempre había estado acostumbrada a dar
órdenes, y cuando enviudó nadie tuvo dudas de que sería ella, quien ocuparía su
lugar.
La vida en el campo, no era fácil. Pero debían mudarse allí para llevar todos los asuntos que, en el día a
día, surgieran. Lo cierto es, que no había nada de lo que ella mandara, que no
supiera hacer ella misma. Montaba a caballo mejor que un hombre, y manejaba los
aperos del campo igual o mejor que ellos. Y como nunca le gustó cocinar, y
tampoco le quedaba mucho tiempo para hacerlo, empleó un cocinero que se encargó
del rancho de todos los del cortijo.
Su marido, sufrió un derrame cerebral mientras dormía, tenía cuarenta y tantos años, y
ella, que era seis años mayor que él, ya no se volvió a casar.
Tenían seis hijos, dos los cuales, eran de su marido y de la
primera mujer de éste, y con ellos,
vivían en el campo las familias que trabajaban para su propia familia.
Un día, un mulo había enloquecido y escapó de la cuadra
echando espuma blanca por la boca, no respondía a órdenes. El vaquero intentó a
duras penas echar una cuerda alrededor del cuello del animal, pero éste, daba
coces y bocados a todo el que intentaba acercársele. Entró en la cocina, y le
envistió al fuego de la chimenea en donde hervía una gran olla de puchero que se desparramó por
el suelo y salió rodando hasta el mismo patio.
Las ascuas de la candela, salpicaron por todos lados. El mulo se había
hecho dueño de la cocina y no se avenía a razón.
Doña Ana se encontraba en el huerto, así que fueron a avisarla
ante la gravedad de la situación, fue el cocinero quién la informó de lo
ocurrido. Ella, se quedó mirándolo muy serena y le quitó de las manos el cazo de
hierro que sostenía. Soltó unas tijeras de podar y el sombrero, se bajó las
mangas de su vestido, y se fue andando hasta la cocina en busca del mulo.
Cuando llegó, todos estaban fuera en el patio y habían dejado al mulo sólo en
la cocina haciendo de las suyas. Al entrar, cerró las puertas tras de sí, y según
cuentan, le dio al mulo con el cucharón de hierro en el hocico con tanta
energía que éste, que no se lo esperó, se quedó tan sorprendido y paralizado, que ella aprovechó y le atizó
otro par de golpes más sobre su cabeza. Fue entonces cuando abrió las puertas, no
antes de dar al mulo una enérgica
palmada en el trasero. El mulo salió disparado para la calle con las orejas
gachas. Pero ella, lo agarró por el lazo que le había puesto del cuello, y lo
frenó de un tirón en seco. Luego, tiró de él y se lo llevó andando hasta la
caballeriza, lo dejó atado en corto, y le dijo al capataz que se fuera a buscar
Don Jaime, el veterinario.
Así era su abuela, y esa, era la sangre que le corría a ella
por las venas.
Amparo Suárez.
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