Allí sentada sobre aquél acantilado desde el que oía la mar
y frente al que divisaba un océano
inmenso que se perdía ante sus ojos, dejó llevar a su
mente deseosa de levitar bajo sus efectos.
El olor a mar inundó sus sentidos y sintió su latir a cada pulso fluyendo por su cuerpo. Sin
duda la magia del agua la estaba despertando, su fuerza la impregnaba de bravura
sintiéndose ahora poderosa.
La mar la había hechizado. Sí, ahora estuvo segura ¡y éste
era un encantamiento maravilloso! Quería poder y sentía que podría. Que no
había fuerza mayor que la de querer.
Cerró los ojos entendiendo el rumor del agua que le hablaba,
el ir y venir de aquella marea que como sus días se agitaba para acercarse y
luego poco a poco despedirse, era la vida en su más pura esencia.
El sol asomaba tímidamente. Sus rayos incidían sobre el agua
y la mar mudó su color.
Entonces quiso ser viento, desplegar sus alas bajo el cielo
rojizo del amanecer, y suspendida entre
sus corrientes como las aves recorrer el camino que le llevara hasta ella de
nuevo. Abrazó el camino ya andado que le
había llevado hasta allí para entender quién era y sintió agradecimiento por reconocerse en los
demás.
Ella contemplaba las mismas aguas que tras siglos seguían
fluyendo. Esas que guardaban la fuerza y la historia de nuestros antepasados,
una agua por la que viajeros navegantes fueron en busca de nuevas tierras,
que por siglos guardaba tesoros escondidos, y bajo la que palpitaba la vida, la
diversidad en perfecta armonía, esa misma que tras bajar del mismísimo cielo
resbalaba por entre las cumbres más
altas y podía manar de ellas, surcar
ríos y encontrarse de nuevo con los océanos.
Sin duda la mar la había encantado y por sus venas podía
sentir su poderosa fuerza. La empujaba, la elevaba y le decía que como las
mareas también ella debía aprender a alejarse para perderse y después volverse
a encontrar. La mar era cómo su propia vida. Las mareas eran suyas y se sintió
navegante.
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