Aquél verano decidí volver a la costa, pensé que me vendría bien desconectar y poner distancia
al negro panorama que se me venía encima.
Aún era temprano para “chiringuear” además mi monedero sufría racionamiento debido
a la dichosa crisis, así que como tocaba esperar, me propuse aguantar como un jabato mi sed de
espumosa, hasta que por fin, llegara la hora de que la anhela fresquita de mis amores llegara a mi boca, eso sí , con
cuentagotas.
Y como no soy de esos que plantan el pandero en la arena friéndose todo el día al
sol para luego presumir del moreno de playa a la vuelta, decidí darme un paseo hasta el puerto y alegrar así mi retina contemplando el
amanecer en el puerto.
La mar, ya sea brava y henchida por su rugiente oleaje ó
mansa y con calmada quietud, me resulta hipnótica. A veces suelo bajar hasta
su orilla a charlar con los pescadores que hincan allí sus cañas.
Pero hacer esto, puede traerte sorpresas y a mí ....me las trajo. .
Sucedió que estando allí, le hice hielo a la mar, supongo
que se debió mi preocupación por la cuestión monetaria, aquella vulgaridad se había convertido en fijación, desviando mi atención hacia el vil metal en lugar de hacia aquél idílico enclave, pero lo cierto es que de allí lo
único que me atraían eran sus lugareños que afanados a sus quehaceres diarios ignoraban tanto más que yo la mar. Para mi
desconsuelo, una y otra vez yo, me empeñaba en ser ellos.
No muy lejos de donde yo estaba, podía ver las barcas de los que llegaban al
puerto, prestos a descargar
las capturas del mar.
Hasta entonces, no reparé en el marinero que estaba sentado junto
a mí en su sillita de nea, trenzaba un
manojo de sogas con sus manos, no debía de tener más de cuarenta, pero su piel
estaba tan avejentada por el sol, que
los profundos surcos que recorrían su rostro eran el perfil de lo que yo imaginé sería una vida de mar al
relente, lo que nunca imaginé es que igual que yo, él, supo leer lo que mi mente no paraba de rondar. Y sus pequeños ojos aguileños, asomando por encima de una espesa y nevada
barba, me miraron pareciendo tener claro mis pensamientos, por las muescas
arrugadas que asomaban en su boca, intuí que su silencio era fruto de su paciencia, consecuencia a su vez de la sabiduría
aprendida.
No había tampoco que ser un lince para darse cuenta de que
yo era un hombre venido a menos, y que todo aquello, no podía más que ser, el
resultado de que me encontraba sin blanca y que no pegaba allí ni con cola.
Y sucedió que ese lobo de mar me dio una lección que espero
no olvidaré en mi vida….
- ¿La ve usted?, es
María la del puerto – me dijo señalando
el canasto que había frente a ella añadió - pone en ese canasto lo que un
momento antes sacaron de la mar. Pero nunca sabe qué es, ni si lo venderá. Le aseguro que mantiene a su familia de esa
única manera.
Fijé la vista a donde su dedo apuntaba, y la recordé de
otros años, ¡guapa mujer!, en su canasto los pescados brillantes saltaban aún
pareciendo estar vivos, ella a viva voz y sin cortarse un pelo, voceaba su
mercancía cada día.
Entonces el marinero señaló a un pescador. Éste, recogía las redes en la orilla junto a su
barco, acababa de llegar del mar y me fijé que para él, hoy no había sido un buen día, las gaviotas ignoraban su barco y pude ver la
pila de cajas que había junto a él vacías.
Quise ser aquél pescador de la orilla, que mañana volvería a
pescar, o la mujer que vendía pescado en
el puerto. Y no el hombre estresado en el que me había convertido sin un ápice de imaginación y envidiando
cualquier futuro.
Entonces aquél marinero se sacó el pitillo de la boca y cual
látigo de hereje de tres cabos me preguntó: - ¿Sabe usted porqué entonces no sen
intercambiaban los aperos?
Aquél marinero parecía haber entrado en mi mente, y yo decidí seguir su corriente, supuse que se refería
al hecho de ellos intercambiaran sus oficios, ella hacerse a la mar y él tener
un puesto de pescado en el puerto.
Y pensé que estaba claro, y sin dar mas vueltas al asunto le
contesté.
- Ella no sabe navegar y él no servía para
vender pescado…
Pero entonces él me miró y me dijo:
-
La envidia no lleva aparejos.
Y como para mí la cosa estaba muy clara y en mi caso clavó
mi envidia, se me ocurrió decirle:
-
A buen seguro que de preguntarles: Ella querría la
libertad del navío, y él el abrigo del puerto.
Después de mirarme con cara de que yo no me enteraba de nada
añadió.
-
Muchas veces asoma un lunar y ¡qué fácilmente se nos antoja! ¿Y qué pasa
luego?…pues que donde usted vio lunar, yo
vi verruga con pelos…
Dio un par de caladas al cigarro y lo tiró para proseguir con su sentencia.
-
Esos dos no se envidian. ¡Son amantes! Ella sufre la
espera del Mar y él aguarda sabiendo lo duro del trabajo de la crianza entre
subastas de pescado. Conocen bien uno el oficio del otro.
Y mientras se marchaba con su sillita de nea en la mano siguió
diciéndome
-
Ya ve amigo, a veces la envidia no es más que el lunar
del desconocimiento.
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