miércoles, 22 de agosto de 2012

La envidia y sus aperos


Aquél verano decidí volver a la costa,  pensé que me vendría bien desconectar y poner distancia al negro panorama que se me venía encima.

Aún era temprano para “chiringuear”  además mi monedero sufría racionamiento debido a la dichosa crisis, así que como tocaba esperar,  me propuse aguantar como un jabato mi sed de espumosa,  hasta que por fin, llegara la hora de que la anhela fresquita de mis amores llegara a mi boca, eso sí , con cuentagotas.

Y como no soy de esos que plantan el  pandero en la arena friéndose todo el día al sol para luego presumir del moreno de playa a la vuelta, decidí darme un paseo hasta el puerto y alegrar así mi retina contemplando el amanecer en el puerto.

La mar, ya sea brava y henchida por su rugiente oleaje ó mansa y con calmada quietud,  me resulta hipnótica. A veces suelo bajar hasta su orilla a charlar con los pescadores que hincan allí sus cañas.

Pero hacer esto,  puede traerte sorpresas y a mí ....me las trajo. .

Sucedió que estando allí, le hice hielo a la mar, supongo que se debió mi preocupación por la cuestión monetaria, aquella vulgaridad se había convertido en fijación,  desviando mi atención hacia el vil metal en lugar de hacia aquél  idílico enclave, pero lo cierto es que de allí lo único que me atraían eran sus lugareños que afanados a sus quehaceres diarios ignoraban tanto más que yo la mar.  Para mi desconsuelo,  una y otra vez yo,  me empeñaba en ser ellos.


No muy lejos de donde yo estaba,   podía ver las barcas de los que llegaban al puerto,  prestos  a  descargar las capturas del mar.

Hasta entonces, no reparé en el marinero que estaba sentado junto a mí en su sillita de nea,  trenzaba un manojo de sogas con sus manos, no debía de tener más de cuarenta, pero su piel estaba tan avejentada por el sol,  que los profundos surcos que recorrían su rostro eran el perfil  de lo que yo imaginé sería una vida de mar al relente, lo que nunca imaginé es que igual que yo, él,  supo leer  lo que mi mente no paraba de rondar. Y sus  pequeños ojos aguileños,   asomando por encima de una espesa y nevada barba, me miraron pareciendo tener claro mis pensamientos, por las muescas arrugadas que asomaban en su boca, intuí que su silencio era fruto de  su paciencia,  consecuencia a su vez de la sabiduría aprendida.

No había tampoco que ser un lince para darse cuenta de que yo era un hombre venido a menos, y que todo aquello, no podía más que ser, el resultado de que me encontraba sin blanca y que no pegaba allí ni con cola.

Y sucedió que ese lobo de mar me dio una lección que espero no olvidaré en mi vida….
- ¿La ve usted?,  es María la del puerto  – me dijo señalando el canasto que había frente a ella añadió - pone en ese canasto lo que un momento antes sacaron de la mar. Pero nunca sabe qué es, ni si lo venderá.  Le aseguro que mantiene a su familia de esa única manera.

Fijé la vista a donde su dedo apuntaba, y la recordé de otros años, ¡guapa mujer!, en su canasto los pescados brillantes saltaban aún pareciendo estar vivos, ella a viva voz y sin cortarse un pelo, voceaba su mercancía cada día.

Entonces el marinero señaló a un pescador. Éste,  recogía las redes en la orilla junto a su barco, acababa de llegar del mar y me fijé que para él,  hoy no había sido un buen día,  las gaviotas ignoraban su barco y pude ver la pila de cajas que había junto a él vacías.

Quise ser aquél pescador de la orilla, que mañana volvería a pescar, o la mujer  que vendía pescado en el puerto. Y no el hombre estresado en el que me había convertido  sin un ápice de imaginación y envidiando cualquier futuro.

Entonces aquél marinero se sacó el pitillo de la boca y cual látigo de hereje de tres cabos me preguntó: - ¿Sabe usted porqué entonces no sen intercambiaban los aperos?

Aquél marinero parecía haber entrado en mi mente, y yo decidí seguir su corriente, supuse que se refería al hecho de ellos intercambiaran sus oficios, ella hacerse a la mar y él tener un puesto de pescado en el puerto.  


Y pensé que estaba claro, y sin dar mas vueltas al asunto le contesté.

-  Ella no sabe navegar y él no servía para vender pescado…

Pero entonces él me miró y me dijo:

-         La envidia no lleva aparejos.

Y como para mí la cosa estaba muy clara y en mi caso clavó mi envidia, se me ocurrió decirle:

-         A buen seguro que de preguntarles: Ella querría la libertad del navío, y él el abrigo del puerto.

Después de mirarme con cara de que yo no me enteraba de nada añadió.

-         Muchas veces asoma un lunar  y ¡qué fácilmente se nos antoja! ¿Y qué pasa luego?…pues que donde usted vio lunar,  yo vi verruga con pelos…

Dio un par de caladas al cigarro y lo tiró para  proseguir con su sentencia.

-         Esos dos no se envidian. ¡Son amantes! Ella sufre la espera del Mar y él aguarda sabiendo lo duro del trabajo de la crianza entre subastas de pescado. Conocen bien uno el oficio del otro.

Y mientras se marchaba con su sillita de nea en la mano siguió diciéndome

-         Ya ve amigo, a veces la envidia no es más que el lunar del desconocimiento. 

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