Aquél verano decidí volver a la costa, pensé que me vendría bien desconectar y poner distancia
al negro panorama que se me venía encima.
Aún era temprano para “chiringuear” además mi monedero sufría racionamiento debido
a la dichosa crisis, así que como tocaba esperar, me propuse aguantar como un jabato mi sed de
espumosa, hasta que por fin, llegara la hora de que la anhela fresquita de mis amores llegara a mi boca, eso sí , con
cuentagotas.
Y como no soy de esos que plantan el pandero en la arena friéndose todo el día al
sol para luego presumir del moreno de playa a la vuelta, decidí darme un paseo hasta el puerto y alegrar así mi retina contemplando el
amanecer en el puerto.
La mar, ya sea brava y henchida por su rugiente oleaje ó
mansa y con calmada quietud, me resulta hipnótica. A veces suelo bajar hasta
su orilla a charlar con los pescadores que hincan allí sus cañas.
Pero hacer esto, puede traerte sorpresas y a mí ....me las trajo. .
Sucedió que estando allí, le hice hielo a la mar, supongo
que se debió mi preocupación por la cuestión monetaria, aquella vulgaridad se había convertido en fijación, desviando mi atención hacia el vil metal en lugar de hacia aquél idílico enclave, pero lo cierto es que de allí lo
único que me atraían eran sus lugareños que afanados a sus quehaceres diarios ignoraban tanto más que yo la mar. Para mi
desconsuelo, una y otra vez yo, me empeñaba en ser ellos.